Cada cierto tiempo, tenemos un cambio de ciclo, un momento en que muchas personas hacemos balance de un periodo, reflexionamos sobre el pasado y el futuro, nos planteamos nuevos propósitos y a veces, sólo a veces, los ejecutamos.
Bien, pero … ¿qué es esto de un cambio de ciclo?
Se trata de un nombre cualquiera que le hemos puesto a momentos especiales del año, como año nuevo, el inicio del curso escolar, trimestres, o cualquier otro periodo que nos induzca a plantearnos cosas, más o menos triviales para tratar de mejorar cualquier ámbito de nuestra vida.
Es frecuente que mientras estemos reflexionando, vaya pasando el tiempo, vayamos posponiendo decisiones, sigamos aguantando situaciones que nos perjudican, mantengamos relaciones con indeseables que sólo nos aportan negatividad, incluso aguantemos hechos intolerables y deleznables sólo por una compasión lastimosa que únicamente nos hace daño a nosotros mismos mientras aquellos que nos chupan la energía se nutren de nuestro tiempo, de nuestro ser, de nuestra vida.
¿Y sabes que pasa entre tanto?
El tiempo.
El presente.
Nuestro presente.
En muchas ocasiones, el presente duele, por eso enmascaramos nuestro presente en cosas inútiles que no nos hacen pensar en las miserias de la vida, nos aferramos a un pasado que ya no existe o a un futuro incierto que no nos pertenece.
Actuemos, soltemos lastre, aunque duela.
Tomemos decisiones por difíciles que parezcan, de forma sosegada, pero tomemos las. Deshagámosnos de todo aquello que nos lastra, que nos quita la energía, que nos perjudica y nos consume para que tengamos espacio en nuestra mente y podamos mirar.
Miremos lo bonito que nos rodea.
Miremos la naturaleza, sintamos cómo calienta el sol, veamos cómo ilumina la luna, juguemos con las curiosas formas de estrellas, caminemos por las montañas y nademos en el mar.
Miremos las personas que nos rodean, esas personas que nos cruzamos a diario, esas personas que nos responden con una sonrisa a otra sonrisa nuestra, esas personas que nos miran a los ojos y nos dan un gracias por el simple hecho de tener un gesto amable.
Miremos la belleza del mundo, esa belleza que en muchas ocasiones, queda oculta tras nuestros miedos, nuestras preocupaciones y nuestras frustraciones.
Riamos.
Lloremos.
Gritemos.
Hablemos.
Probemos.
Equivoquémonos.
Intentemos ser felices, porque al final de todo, sólo nos quedará esto, no esperemos a que sea tarde.
El día que nos marchemos, que nos recuerden por haber tenido una vida plena.
Bienvenidos, a la casa del velatorio.
Como en casi todas las fincas de esta zona, esta casa tiene una larga historia.
La primera familia conocida que vivió aquí, a quién llamaremos los Dutruch, llegó a España desde Francia, concretamente de la región de Occitania sobre 1.550. Tras un acuerdo con la señora del término municipal, lo que podría equipararse a una alcaldesa, se les cedió este lugar con la condición que arreglasen la casa y vivieran en ella, lo que nos induce a pensar que la hacienda es incluso anterior al siglo XVI.
Los nuevos propietarios rebautizaron este magnífico sitio con su apellido, siendo este, con variaciones casi simbólicas, el mismo nombre con el que se conoce la finca en la actualidad.
Hasta el siglo XIX, la finca que incluye la casa y terrenos de cultivo, perteneció a los Dutruch que consiguieron hacerse con una pequeña fortuna, llegando a tener tres criadas, como se denominaba en aquella época a una parte del servicio, y jornaleros para trabajar el campo.
La finca llegó a tener 12 tinas para elaborar vino, un volumen importante para una hacienda de estas dimensiones en el siglo XIX. Esta fuerte capacidad de producción, junto al alto precio que adquirió el vino, benefició a un gran número de familias vitivinícolas, incluyendo la que nos ocupa.
Todo parecía ir bien, sin embargo, la filoxera, la plaga que casi destruye el cultivo de la vid en Europa en la segunda mitad del siglo XIX, afectó de una manera terrible a la principal fuente de ingresos de los Dutruch, que no tuvieron más remedio que endeudarse para intentar mantenerse a flote, sin embargo, esta decisión les puso el agua al cuello para finalmente, ahogarlos, económicamente hablando, claro.
A finales del siglo XIX, la familia Dutruch estaba asfixiada por las deudas de los créditos que había solicitado, los ingresos no eran suficientes, y entraron en quiebra.
Los acreedores, que incluían algunas familias de haciendas cercanas, llevaron a los juzgados el caso para dar una salida a la insostenible situación con la que debían lidiar, tenían claro que no iban a ver ni un céntimo.
El Juez de turno, obligó a los Dutruch a pagar sus deudas con su patrimonio, así que les embargó los terrenos y la casa que acabaron en manos del principal acreedor y también productor de vino, que llamaremos la familia Ribot.
A inicios del siglo XX, los Ribot dieron un nuevo uso a la casa. Albergaron a una familia de jornaleros que trabajó el campo para ellos a tiempo completo, situación que se mantuvo hasta la década de los 70 cuando la casa quedó deshabitada y sin ningún uso. 45 años de abandono, hace que el estado actual de esta maravilla sea tan lamentable.
Como curiosidad, decir que los terrenos que rodean esta casa y los terrenos de sus propietarios, los Ribot, continúan cultivando, sin embargo, el negocio familiar se convirtió en una sociedad empresarial en la que participa un miembro de esta familia.
Los métodos actuales de producción agrícola no requieren de jornaleros que vivan en la casa, así que el interés por habitarla es nulo. Por otro lado, al estar la vivienda en los propios terrenos de cultivo, su venta o alquiler podría suponer un conflicto por el uso de los terrenos aledaños.
Todo esto, llevará a la casa a la ruina total. No tardará mucho tiempo en ceder lo poco que queda en pie para que este bello lugar, acaba sepultado sobre sí mismo.
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