Recuerdo visitar a mis abuelos en verano a la cueva en la que vivían en Almería.
Sí, literalmente vivían en una cueva excavada en la roca y cubierta por un bello manto de chumberas que ofrecían sus delicados pero bien protegidos frutos que nos regalaban tras florecer cada primavera.
Vivir en un lugar tan peculiar tenía algunas ventajas, como era tener una temperatura de la hostia todo el año.
Calidez en invierno. Fresco en verano.
Vamos, un climatizador natural.
Pero no era oro todo lo que relucía.
Había que mantener la cueva en perfectas condiciones.
Había que cuidar sus paredes y techos curvos como a un bebé, con mimo constante, de lo contrario, la cueva se enfadaba, se erosionaba, se abría y dejaba entreveer que estaba soportando el peso de un montón de rocas y tierra. Que menos que darle cariño a tan arduo esfuerzo.
Mis abuelos cuidaban su hogar como la joya valiosa que era.
La cal blanca con la que la pintaban y que aplicaban periódicamente para mantener la cueva fuerte y la humerad a raya, le daba un aspecto de pureza a todas las estancias, a la par que creaba un efecto amplificador de la tenue luz que proporcionaban las velas o la electricidad de 120w de antaño.
Los sobrios muebles de madera oscura y recia, madera de verdad, no como la bazofia que tenemos actualmente en las grandes cadenas comerciales , estaban cuidadosamente decorados con recuerdos y bordados que mi abuela hacía a mano.
Una maravilla.
Verás.
Mis abuelos marcharon hace muchos años, demasiados.
Su tiempo se agotó, como nos sucederá a todos algún día.
Por cosas de la vida que no vienen a cuento ahora, el que un día fuera su hogar, no pudo tener el cuidado que ellos le profesaban.
Sucedió lo inevitable.
Las paredes de la cueva se agrietaron, como si su alma estuviera resquebrajada. En cierto modo, así fue.
La arena se coló por las grietas, piedras comenzaron a inundar las estancias. Las inclemencias del tiempo que se desataban de vez en cuando, azotaban con fuerza el manto de chumberas que cubrian la parte superior de la cueva y presionaban a la montaña para ocupar el espacio que le había sido arrebatado.
La cueva sigue ahí, donde estaba, pero ya no es lo que era. Ahora es un lugar peligroso que encierra en su interior toda una vida de risas, penas, alegrías, ilusiones y recuerdos.
Momentos irrepetibles que ya forman parte de la historia.
Momentos que nunca volverán.
Momentos que sólo se pueden recrear en la memoria para revivirlos y transmitirlos a las siguientes generaciones.
¡Epa!
¡Espera un momento!
¿Donde me he metido? ¿Esto no es una página ”sobre mi”?
Según los cánones, debería estar soltándote un peñazo sobre quién somos: que si molamos mucho, que si podemos emitir rayos láser con la mirada, que si en las noches de luna llena nos transformamos en bestias y bla bla bla, pero pasamos un poco, no somos tan interesantes.
Mira.
No hay mucho que decir de nosotros, somos muy normales y tenemos un aspecto de lo más común. Estamos justo aquí debajo, diciendo patata para un autorretrato que hicimos con el móvil.
Créeme, te dará mucha pereza que te cuente nuestra película de indios, así que te diré que somos Mayka y Germán, una pareja de apasionados por lo que nos gusta llamar la huella del tiempo, vamos, lo que viene siendo apasionados por lugares con encanto de otras épocas.
Viajamos a lugares extraordinarios, distintos, únicos, como la cueva de mis abuelos. Tratamos de desempolvar sus recuerdos, recrear su historia y hacerte partícipe de todo ello.
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