Los niños jugaban distraídamente por las callejuelas del pueblo, algunos correteando y otros montados en bicicleta. Éramos extraños paseando por su territorio, su zona de seguridad, lo que provocó que, por unos instantes, nos miraran con desconfianza mientras esperábamos que marchasen para entrar en esta casa abandonada.
La maravillosa inocencia que sólo existe en edades tempranas, les hizo volver rápidamente a lo que realmente les interesaba, jugar.
El grupo de fierecillas no tardó en girar la esquina de la calle en la que nos encontrábamos caminando disimuladamente, calle en la que se encontraba la casa, calle en la que teníamos que ser invisibles a miradas indiscretas para entrar sin ser vistos.
Nos encontramos en la casa de Teresa, una casa humilde, una casa de personas que probablemente pasaron toda su vida trabajando para levantar a sus hijos y darles el mejor futuro posible.
No se puede generalizar, sin embargo, aquellos que venimos de familias trabajadoras, luchadoras y entregadas a los suyos, sabemos bien lo que han batallado nuestros padres para convertirnos en personas de provecho, pero sobretodo, en hacernos felices, alejando de nuestro entorno la crudeza de la vida para que podamos desarrollarnos y enfrentarnos al futuro por nosotros mismos, con serenidad y firmeza.
Y eso transmite esta casa, la casa de Teresa, una casa sencilla, llena de recuerdos y seguramente, de amor.
Deducimos que Teresa estaba casa y tuvo por lo menos, dos hijos, ¿un chico y una chica? Aunque bien podrían haber sido tres por el número de camas individuales.
Los hijos debieron marchar, y Teresa continuó su vida con su marido, aunque la salud no le acompañó, problemas de quiste en el pecho que posiblemente derivasen en cáncer la estuvieron atormentando durante años, años en los que debió quedar viuda, ya que apenas hay documentación en la casa más que la suya.
Aquí no reinaban los grandes lujos ni la opulencia, pero de bien seguro, brillaba con luz propia Teresa y los suyos.
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