Me muero. El tiempo, eso que pasa mientras nos empeñamos en ignorar y ocuparnos de cosas banales que en su mayoría no tienen ninguna importancia, me está consumiendo sin compasión.
Decadencia. Cuando veo el final de mis días, tengo una clarividencia que hubiera deseado tener hace décadas. Veo lo idiota que he sido en tantas ocasiones, las preocupaciones innecesarias que han ocupado mi mente, las veces que he luchado por cosas que no me correspondían y no me hacían feliz.
Me muero.
Ahora todo da igual.
Es tarde para arrepentirme, es tarde para volver atrás, es tarde para vivir otra vida.
Vengo de un largo linaje, mis orígenes se remontan a la España de 1750, un siglo donde comenzó una incipiente recuperación del varapalo que sufrió el Imperio Español durante el siglo anterior debido a los enormes gastos destinados a las colonias y la corrupción que todavía no he visto desaparecer, aunque ahora las formas son más disimuladas.
La alianza con Francia, donde gobernaban los Borbones, estirpe que actualmente reina en el país, trajo un importante crecimiento en las rentas del campo, lo que motivó que llegase a este mundo.
Era pequeña, pero feliz.
Poco a poco, me fui desarrollando, iba creciendo junto a mi queridísima familia que cada vez era más grande.
Allá por 1850, ya era adulta, fuerte y bella, muy bella.
Siempre estaba acompañada de mi familia, familia en la que algunos miembros de repente desaparecen y no entendía por qué. Ahora sé el motivo, y es desgarrador, muy desgarrador.
La muerte, esa que me ronda.
Veo a algunos de los familiares que han marchado.
Ahí están.
Nos acompañan desde un plano paralelo, nos observan, nos quieren ayudar y no siempre lo consiguen, y por ello, se lamentan.
A día de hoy, sigo escuchando sus lamentos.
Los días iban pasando.
Cuando quería darme cuenta, los días se habían convertido en años, y los años en décadas.
El tiempo es implacable.
Ya había entrado el siglo XX y me creía invencible.
Pasaba los días sufriendo con las dificultades de mi familia, disfrutando de los acontecimientos más entrañables como cumpleaños, nacimientos y otros eventos, y sobre todo, escuchando conversaciones triviales y discusiones que en su mayoría eran inútiles y no llevaban a nada.
A veces estaba feliz, a veces triste.
A veces lloraba, a veces reía.
A veces quería compañía, a veces soledad.
Entre tanto, el tiempo continuaba su paso silencioso, y yo, iba envejeciendo.
No estoy muy segura, pero creo que a fin de cuentas, en eso consiste la vida.
En un abrir y cerrar de ojo, llegó un cambio de milenio. El mundo estaba revolucionado por entonces, íbamos a entrar en el año 2.000 y la gente estaba medio loca: que si no iban a funcionar los ordenadores de los bancos y nos íbamos a arruinar, que si iba a haber una catástrofe mundial y no sé cuántas cosas más que nunca pasaron. Cuánta angustia para nada.
A pesar de ser mayor y llevar muchas piedras en la mochila que todos llevamos en la espalda, seguía siendo feliz a mi manera. Ya no me importaban las cosas superfluas, me daban igual las discusiones estériles que no conducían a nada, ignoraba todo aquello que no me hacía feliz, mientras disfrutaba de mi familia.
Ilusa de mí, no sabía que las cosas podían ir a peor, no sabía el duro golpe que iba a recibir.
La oscura figura con la guadaña que tantas veces había visto, volvió a aparecer y sin escrúpulos cortó el delicado hilo que une la vida con la muerte, enviando a dos queridísimos seres a otro plano, al plano de los lamentos.
Los que quedaron conmigo no pudieron resistir más, la tristeza les invadía, así que decidieron marchar, se fueron lejos. Al principio veían de vez en cuando a verme, aunque ya hace mucho tiempo de eso.
Y aquí estoy, sola, descomponiéndome, sin más compañía que el silencio y los lamentos de los que aquí se quedaron, con la única esperanza de algún día, antes de morir, volver a ver a los míos.
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