El día que la medicina dejó de doler

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El 30 de marzo de 1842, en un consultorio modesto de Nueva York, algo sucedió que cambiaría la historia de la medicina. Crawford Long, un cirujano cuyo nombre se ha desvanecido en las sombras del tiempo, realizó la primera cirugía sin dolor usando éter como anestésico. Su paciente, James Venable, un joven con un tumor en el cuello, se convirtió en el primer ser humano en experimentar una operación sin la tortura que hasta entonces era la norma.

Pero este momento histórico se esfumó casi al instante. Long no anunció su logro y, mientras tanto, otros médicos comenzaron a experimentar con anestésicos. Horace Wells, al año siguiente, intentó demostrar el poder del óxido nitroso durante una extracción dental, pero su intento fue un desastre: el paciente gritó de dolor y el público se burló del fracaso. Sin embargo, el fiasco de Wells no dio lugar a la gloria de Long. Mientras los médicos discutían sobre quién sería el verdadero “padre de la anestesia”, Long continuó operando sin decir palabra.

El Caos de la Cirugía en el Siglo XIX

La medicina del siglo XIX era un terreno de brutales procedimientos y supersticiones. Las amputaciones se realizaban sin anestesia, con nada más que un trago de whisky o una tira de cuero para morder. El éter cambió todo esto, permitiendo a la cirugía avanzar a campos hasta entonces impensables. Pero para Long, no hubo ovaciones. La lucha por el reconocimiento era feroz y, mientras Wells y otros pioneros ganaban fama, él no publicó su descubrimiento hasta 1849, siete años después. Era demasiado tarde; otros se llevaron el crédito y la gloria, dejando el nombre de Long en un segundo plano.

El Éter: Más que un Anestésico

El impacto del éter no se limitó a eliminar el dolor físico. En la mente de muchos, se convirtió en un “elixir de los sueños”, un portal a un estado de euforia que transportaba a quienes lo inhalaban a un mundo sin sufrimiento. Los relatos de aquellos que pasaron por una operación con éter describían sensaciones místicas, como si flotaran entre realidades, alejados del dolor y de los límites del cuerpo humano.

Algunos llegaron a ver el éter como algo casi mágico, capaz de borrar no solo el dolor, sino las preocupaciones más profundas. Médicos curiosos lo inhalaban en privado, buscando claridad o simplemente por experimentar ese estado de trance. Incluso hubo quienes creyeron que el éter podría frenar el envejecimiento, un delirio más en una época obsesionada con el elixir de la vida eterna.

Un Legado Perdido en el Silencio

El éter no solo abrió la puerta a la anestesia; marcó el principio del fin para una medicina empírica que funcionaba más por fe que por ciencia. La transformación fue lenta, pero Crawford Long, sin pretenderlo, había dado el primer paso hacia una era en la que el dolor no sería una condena inevitable.

En un mundo donde cada cirugía era un duelo con la agonía, inhalar éter significó el inicio de una medicina más humana. Aunque Long nunca recibió los laureles que merecía, su legado sigue vivo en cada paciente que entra a un quirófano confiando en que la ciencia los devolverá a la vida sin el tormento del dolor.

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