Estábamos transitando por pequeños pueblos franceses rodeados de campos. El sol era intenso, lo que resaltaba aún más los colores verdes de los cultivos, creando un hermoso contraste con el azul del cielo que se perdía en el horizonte.
En el GPS teníamos marcado un punto, uno más de tantos otros que estábamos revisando para descubrir cápsulas del tiempo. No estaba siendo un día particularmente exitoso, aunque eso estaba a punto de cambiar.
Nos adentramos en un camino desdibujado. La maleza había borrado todo rastro de ruedas de vehículos, lo que nos animó a seguir adelante. Era un buen indicio de que, como mínimo, hacía mucho tiempo que nadie transitaba por ese lugar.
No sin dificultades, llegamos a una bonita granja. No era muy grande ni tenía aspecto palaciego, pero se veía bien dispuesta y cuidada dentro de su evidente desuso. Era lo que nosotros llamamos un hogar. Una casa sin lujos, pero con señales de mucho trabajo, lucha y amor.
Aparcamos, nos acercamos a la puerta principal y… sorpresa: estaba abierta. Un leve empujón nos destapó una cápsula del tiempo intacta, decadente y bella, muy bella.
Aquí vivió una familia agrícola, un matrimonio entregado que tuvo un hijo que se crió con ellos. Según la documentación que hemos encontrado, el matrimonio falleció, y deducimos que el hijo marchó a alguna ciudad en busca de otras oportunidades distintas al negocio familiar.
La última fecha que encontramos, tanto en calendarios como en documentos, es 2012, así que todo apunta a que el lugar lleva más de una década deshabitado y, por lo que vas a ver, nadie se encarga de cuidarlo.